El año pasado me invitaron a participar de la Fiesta Literaria en Almagro organizada por La Vaca Mariposa. En esa ocasión me di el gusto de leer el cuento "Gorgona" que forma parte del libro Imagina la felicidad. Y digo que me di el gusto porque es un cuento largo, que en otra ocasión no hubiera leído. Sin embargo, me tomé la libertad de hacerlo y no me arrepiento ni un poco. Leer ese cuento en público fue toda una experiencia. Es un cuento duro, complicado, que me costó mucho escribir por la carga emotiva que conlleva. La escritora Mariana Travacio, en su momento, durante la presentación de Imagina la felicidad, había dicho sobre este cuento que "la escena crece hasta desplegar sin miramientos un vínculo de una violencia y de un desprecio insalvables". Tengo la sensación de que esa violencia se instaló durante la lectura, generando un ambiente opresivo que llevaba a querer golpear algo. Más tarde, Adriana Morán Sarmiento, editora de Muu+ Artes y Letras ,me pidió publicar ese cuento en la edición de diciembre de la revista. Aprovecho la ocasión para compartir el inicio del cuento e invitar a leer el resto.
Gorgona
Por Maumy González
Escucho el sonido amortiguado del arrastre de sus pies sobre el granito. Mamá va y viene de un lado a otro de la casa. Miro el reloj. Son las cuatro de la mañana y no tengo ganas de levantarme. Agradezco la mínima frontera que me regala la puerta del cuarto. Estar acá otra vez, compartiendo el espacio con mamá, me hace doler la cabeza. No es cualquier dolor, es psicosomático. Debería tener paciencia. En su lugar siento escalofríos y esta bendita migraña que repta como una serpiente negra. Me rodea el cuello, apretando, hasta quedar cómoda, los colmillos ponzoñosos clavados en mi nuca. Cada vez que regreso a esta casa es lo mismo.
Me sacudo las sábanas y busco el borde de la cama. Me siento. La pesadez del cuerpo me recuerda que no soy hija única, Meche también debería estar acá. Hace unas semanas la llamé para avisarle que mamá estaba mal otra vez, que la fiebre no se le iba y andaba haciendo cualquier cosa en el delirio, pero mi hermana volvió a hacerse la diva. A veces la odio por eso. Quédate con ella, me dijo, no la dejes sola, pobrecita. Yo no puedo viajar ahora desde Berlín.
Vuelvo a escuchar las pantuflas de mamá. Nombra a Meche, como viene haciendo hace días. Otra vez debe dar vueltas por la sala. Así la encontré ayer, al regreso de la oficina, caminando entre los muebles con un tazón en la mano. La saludé pero ella ni respondió, se fue refunfuñando al cuarto.
Escucho las pantuflas, se detienen cerca de mi puerta. Espero que mamá sea consciente de la hora, aunque parece no registrar ningún detalle. Veo el cambio de sombra en el resquicio bajo la puerta, las pantuflas vuelven a moverse. Decido que será mejor levantarme, prepararle un té y hacer que regrese a dormir aunque sé que no será fácil convencerla.
Busco la bata. Afuera mamá regresa a la conversación imaginaria con Meche. Le habla como si la tuviera cerca. Malagradecida, dice. No encuentro la bata y no quiero encender la luz. Revuelvo las sábanas. Mamá sigue hablando. Tenía cuatro jarrones de cristal de Murano, dice, y ahora no tengo ninguno, ella se los llevó. Encuentro la bata y escucho las pantuflas regresar. Yo sé que fue ella, dice mamá. No la quiero en mi casa.
Las pantuflas se detienen.
Abro la puerta y encuentro a mamá de frente. Tiene una copa de champagne en la mano. Da un paso atrás apenas salgo y aprieta la copa contra el pecho. Le preguntó qué le pasa. Ella dice que nada, no le pasa nada. Es tarde, le digo y me acerco. Ella da otro paso atrás. ¿Quiere que le prepare un té?, ofrezco. Un té, repite, pero lo quiero en la taza que me trajo tu padre de España, no esas mugres de bazar que me trajiste el otro día.
Arrastra las pantuflas hacia el comedor.
La casa está a oscuras. No logro entender la manía de mamá de levantarse a esta hora de la madrugada a dar vueltas en medio de la penumbra. Aun sin fiebre suele hacerlo. Pienso en la edad y veo la confirmación en sus canas revueltas sobre los hombros, en la espalda encorvada que gira como para estar segura de que la sigo.
Enciendo la luz del comedor. Veo las copas sobre la mesa, también hay vasos, jarrones, tazas. ¿Qué es esto?, pregunto. Mis cosas, dice mamá. Tenía que revisar que no faltara nada. ¡¿A las cuatro de la mañana?! Ella deja la copa sobre la mesa. Cualquier hora es buena para pasar revista, dice. Quería conseguir el jarrón de Murano que nos trajimos de Italia con tu padre, el rojo con bordes dorados. Estas son mugres de vidrio, chasquea la lengua, de esas que te gustan a ti.
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