Mi lado Crudo & Cocido


Los muchachos del Ciclo Crudo & Cocido suelen pedir a quienes son invitados a leer que contesten tres preguntas que se leen el día del encuentro. Es una especie de entrevista que permite conocer un poco de cada autor, antes de cada lectura. Por lo general no comparto este tipo de cosas porque es algo que pertenece puntualmente a cada espacio. Sin embargo, le tomé cierto cariño a lo que surgió a partir de este ejercicio. Acá lo dejo como registro de mi lado Crudo & Cocido.

―¿Dulce o salado? 
―Depende. Si quiero desayunar: salado. Si quiero tomar mate: dulce. Si se trata de relacionarse con la gente: dulce, pero hasta ahí, tampoco es cuestión de empalagarse. Si se trata de escribir, quizás: salado. Aunque yo agregaría lo ácido y una cuota de amargor.

―¿Crudo o cocido?
―También depende. Y me doy cuenta de estoy siendo bastante literal. Depende de lo que me provoque, depende de las opciones posibles. La papa me gusta cocida, la lechuga cruda. Los tomates y las zanahorias me gustan de ambas formas. No comería carne cruda, por ejemplo. No me gusta el sabor metálico de la sangre. Tampoco me gustan las ostras que, en teoría, se comen crudas, pero si me gusta el ceviche. Como decía, todo depende, del contexto y de las ganas. Si hablamos metafóricamente de un texto escrito también diría que depende, quizás de las mismas variables. De un texto crudo disfruto el proceso de convertirlo en algo a punto, si está cocido disfruto su música, cada detalle, cada palabra que lo vuelve bello, dulce, salado, ácido, amargo, que lo hace ser lo que es.

―¿Con qué palabras definirías a Haedo?
―Me ponen en un compromiso porque en los doce años que tengo viviendo en Argentina no he visitado esa parte de la provincia. Por eso diría que me gusta como suena la palabra. Haedo está colmada de  vocales, apenas tiene dos consonantes y una de ellas es muda. Su única consonante sonora, por decirlo de alguna manera, compone la sílaba do, una nota musical. Haedo es entonces para mi una palabra musical. 

―Contanos algo en relación a la casa de al lado (de tu casa)
―Vivo, vivimos con mi pareja, en un departamento por lo que la casa de al lado podría ser el departamento de la izquierda o el de la derecha. También podría ser literalmente la casa de la izquierda o de la derecha del edificio. De nuevo, vuelvo a ser literal. Casi básica, tal vez. Pero escojo una porque hay que escoger: el departamento de la derecha. Estuvo vacío hasta hace poco. Soy curiosa, creo que todo escritor lo es, cómo si no vamos a alimentar nuestras historias. Yo escucho, observo, gravito alrededor de quienes me rodean, estoy a la pesca. No acechando que suena muy feo, pero si atenta. A veces suceden cosas y me quedo con eso en mente, dando vueltas durante días, hasta que lo convierto en algo narrativamente potable. Pero, confieso que también me distraigo, trago moscas, me quedo colgada de la palmera. La cosa es que este departamento en el que vivo desde hace dos años, no tenía vecinos del lado derecho, o más bien tuvo pero fue un paso fugaz, una pareja de muchachos que vivía a deshoras, quizás también como yo que ceno a medianoche. Pero ahora, hace poco, se mudó una pareja joven con un nene. Al principio no sabíamos si eran una pareja o un padre soltero, sólo lo habíamos visto a él. A ella pasaron días antes de corroborar que de verdad existía. Habla bajito, se mueve con lentitud. Está muy embarazada y digo muy porque la panza es bastante grande. El edificio no tiene ascensor. Tenemos tres pisos y terraza. Yo vivo en el tercero. Y ellos como es lógico, son mis vecinos de al lado, viven también en el tercero. Días después de que se instalaran apareció una caja de cartón frente a su puerta, que da justo a las escaleras. Les ha dado por tener ahí la basura, higiénicamente fuera de su casa, impunemente en el pasillo común. También, cuando está él, dejan ahí la bicicleta. El cochecito de la criatura, lo dejan a la mañana en el pasillo común de abajo, a un costado, claro, como la caja, como la bicicleta. No es que a mí me moleste, después de todo no me paso el día en el pasillo, pero me llama la atención. Estoy esperando que les dejen un cartel, ya ha pasado, tenemos vecinos amargos, pero todavía el cartel no aparece y a mí me da curiosidad. Lo que más me llama la atención es la capacidad de asumir que los espacios comunes son tomables. Imaginemos por un momento que las familias de los dieciséis departamentos que convivimos en el edificio decidamos emplear el mismo método de la caja, el cochecito y la bicicleta. Sería algo caótico, incluso molesto. A ellos parece no importarles. No hay nadie más que deje sus cosas en los pasillos, cuando alguien lo hizo saltó algún vecino a dejar el cartel. No sé si la idea será de él o de ella. Es otro detalle que me genera curiosidad. Hace poco los escuché discutir. Me ponen nerviosa las discusiones, la tensión que se genera, como si las emociones hicieran crecer una bestia mítica a punto de saltar a alguna yugular. Ella decía que le había dicho algo a él. Él decía que ella nunca lo dijo. Él hablaba a los gritos, ella apenas se escuchaba. Finalmente él dijo: “no me dijiste nada, no me sigas conversando”. Y lo demás fue sólo ruido de cubiertos. La imaginé a ella tocándose la panza con una mano, mientras con la otra iba llevándose a la boca fragmentos pequeñitos de milanesa que previamente había cortado con prolijidad milimétrica. Masticando. Tragando. Quizás pensando qué hacer, porque ella sí le había hablado en su momento a él, sí le había dicho lo que él decía que no había dicho. También me imaginé si aquel bebé no había sido engendrado luego de una discusión similar. Pensé en otras mujeres embarazadas, y en otras mujeres no embarazadas, que conviven con hombres que terminan una discusión diciendo “no me hables más” como si con eso resolvieran algo. Pensé en mis propios silencios. En mi falta de voluntad para discutir, en la bestia mítica que llevamos dentro. No es que todo esto me llevó a alguna conclusión. Simplemente, pensé. Y pienso, ahora, que me han pedido que cuente algo sobre la casa de al lado. En esa casa, en ese departamento, mejor dicho, vive una pareja joven que no le importa mucho invadir los espacios comunes y cuyo componente masculino, cuando se molesta, impone su opinión a los gritos, dejando detrás un largo, incómodo y desagradable silencio.
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