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Por María del Carmen Allegrone (*)
Los sueños también podían ser convincentes, hermosos, terroríficos, importantes. Pero ella no quería vivir en sueños. Quería estar despierta dentro de su cuerpo y tocar tela de verdad, metal de verdad, piel de verdad.
Ursula K. Le Guin
Despiertan antes que la música del reloj, remolonean, caricias para confirmar la vida. Rafael se levanta. Antonia lo ve pasear su desnudez y salir al pasillo camino al baño. Lo escucha hacer pis, lavarse, lo imagina estrujándose las manos, cepillándose los dientes y la mata de pelo negro. De regreso lo ve ponerse el primer calzoncillo que encuentra y volver a salir, seguro a la cocina. Antonia se estira en la cama beneficiada por el espacio, garza blanca agitando su envoltorio de plumas, escucha los sonidos familiares de su columna y su vientre. La cubre una remera larga que ella misma pintó. Apoya los pies y encuentra las ojotas enredadas en un revoltijo de mantas. Se va para el baño, abre la canilla y toma agua fresca en el cuenco de sus manos, se empapa la cara varias veces. Le cuesta despabilarse. Moja su pelo rojo cortísimo y con los dedos húmedos acaricia su cuerpo por debajo del remerón, la sorprende una leve turgencia. Se pellizca con fuerza, quiere sacar néctar de las madreselvas que soñó que le nacían de los pezones. Sigue buscando algo en sus huecos, se huele, percibe un olor que desconoce, como de azahares y miel. Sale del baño.
―¡An! ―escucha desde la cocina―. ¡Está el mate!
―¡Arreglo la cama y voy! ―responde ella.
―Dale, hoy abro yo el kiosco.
―¡Ya te escuché, Ra! ―contesta ella mientras se viste con lo que encuentra. Al hacerlo palpa sus caderas tibias, contrae y dilata su entrepierna, acaricia la suavidad de su vello buscando la hortensia azul que le brotó de adentro mientras soñaba.
Va para la cocina, en una pirueta le arrebata el mate a Rafael y manotea una tostada de la panera. Rafael se da vuelta y la rodea por la cintura. Se le acerca, la olfatea como si ella tuviera una flor en el pliegue de su cuello. La mano libre navega por esa delgadez que ella sabe lo calienta. La atrae con fuerza. Antonia mordisquea el pan por el lado más seco, lo moja y en un beso de lengua lo pasa a la boca de Rafael. Lo ve tragar y otra vez su boca busca la de él. Ella cierra los ojos y le revuelve el pelo, maniobra que la aleja del mundo.
―Anto, frená ―dice Rafael apartándola un poco―. Estoy a full.
―¿Sos lindo?
―Un campeón ―dice Rafael.
Aunque Antonia sabe que ambos disfrutan de ese juego mañanero, se suelta. Va para la ventana y corre las cortinas, espía el balcón de enfrente.
―Ra, ¿viste las flores de la vecina?
―Están buenas.
―Seguro que las falopea ―insiste ella.
―¿Te parece?
―Claro, ¿no ves cómo están?
―Si la mina casi ni sale al balcón.
―Sale poco, pero yo la he visto metiendo mano en las macetas. Los geranios están hermosos, aunque me gustan más las hortensias. ¡Qué loco! Anoche justo soñé con hortensias, una pesadilla, me salían del cuerpo. No paraban, me las arrancaba y volvían a nacer.
―Con razón tironeabas la colcha. Yo me cagué de frío. Te escuché hablar pero no entendí una goma. La cama era un quilombo.
―Sí, me di cuenta. Ya acomodé las sábanas y la colcha.
―Tranqui, todo bien ―dice Rafael y chupa el mate―. Me tomo dos amargos y salgo. ¿Te paso a buscar?
―Hagamos al revés, cuando salgo voy para el kiosco.
Se despiden y Antonia termina de ordenar, repite pasos, una extraña en su entorno doméstico. Se sirve agua en un vaso grande, la toma muy lentamente. Mientras saborea el líquido, se inclina y busca entre los dedos de sus pies los jazmincitos blancos que le nacieron en su sueño. Se pone unas sandalias. Repasa el contenido de la cartera como todos los días. Una vez lista abre la puerta y cierra con llave. Cuando está a punto de irse se arrepiente, vuelve a abrir y a cerrar por segunda vez.
En la calle camina rápido. Llega al Correo sofocada, constata su vestimenta como si alguien fuera a examinarla en una aduana de uniformes. Hoy atiende al público. Saluda sonriendo, los demás ya están en sus pantallas.
El vértigo de la ventanilla ni bien abren no da tregua. Antonia trabaja concentrada en el dinero, cada tanto da un sorbo de su botellita de agua. Siente la garganta seca. Se mira el dorso de las manos, la piel parece más tirante de lo normal. Aprovecha un momento en que no entra nadie para reponer el agua de su botellita en el dispenser. Ella conoce su tarea diaria, sin embargo hoy cada movimiento tiene algo de inédito, como si tuviera que confirmar que está despierta.
Se hace la hora del almuerzo, el grupo acuerda rotar los turnos de modo que no queden ventanillas sin empleados. Antonia y su compañera salen a la calle, quieren estrenar los asientos de la plaza seca. Comen en silencio, entibiadas por un sol que apenas se deja sentir. Antonia mastica, mientras lo hace no puede dejar de mirar los maceteros nuevos, colmados de alegrías del hogar, malvones y campanitas. Traga despacio y entorna los ojos.
―¡Te planchaste, Anto! ―dice su compañera y Antonia se sobresalta, los cubiertos van a rodar al suelo.
―¿Qué?
―Que te planchaste, che ―insiste la chica―. Suerte que atajé tu comida antes de que se cayera. Aunque no pude con los cubiertos.
―Gracias ―dice Antonia y deja la bandeja a un lado.
―Me parece que te sonó el celular.
―Debe ser Rafa. Teníamos que arreglar a qué hora lo paso a buscar.
Vuelven al Correo. Las horas de la tarde suelen ser más despejadas y con menos público, es más fácil ordenar la correspondencia y controlar las encomiendas. Finaliza el día de trabajo. Antonia camina a un paso más lento que el habitual, como si quisiera reconocerse en cada movimiento. Llega al puestito de flores en el que suele detenerse de tarde en tarde y se alegra porque no hay nadie y puede acariciar las plantas con libertad. El contacto con los pétalos de las rosas le produce un cosquilleo en las yemas de los dedos, como si se comunicaran a través de su piel. Se exige seguir, aunque le gustaría quedarse un rato más sintiendo el perfume de los pimpollos. Ve los frentes de las casas y las ventanas con pocas plantas, tan diferente al balcón de su vecina. Cuando está cerca del kiosco donde trabaja Rafael se esconde detrás de un árbol. Le gusta espiarlo, observar como una intrusa la cascada negra de rulos, cortinitas de un teatro en miniatura rodeando esa cara redonda, de luna.
―¡Anto! ―le grita Rafael al verla salir detrás del árbol―. ¿Hacés pis como los chabones?
Antonia se le acerca riéndose.
―Te estaba espiando ―dice―. ¿Sos lindo?
―Sí, el pibe más lindo del barrio. ―Rafael la abraza, mete la nariz en el hueco de su cuello como si husmeara―. Olés raro…
―¿A qué?
―No sé, como a flores.
Antonia lo mira fijo.
―¡Qué decís, nene! ―dice y le da un empujoncito. Pasa su mano por donde antes olfateaba Rafael―. Terminá de ordenar y cerrar todo, estoy cansada.
―Anto, ¿hay fideos en casa?
―Pasamos por el chino y compramos.
Al llegar Antonia va directo al baño, se cambia de ropa y se descalza.
―Rafa, ¿cocinás vos? ―dice mientras se lava las manos y se peina con los dedos mojados―. Dale, fideítos. Comemos en la cucha, sin tele.
―Pero mañana cocinás vos ―dice Rafael―, no seas banana.
Antonia sale del baño y va para el dormitorio con la intención de disponer todo para cenar allí. Registra la habitación como si fuera la primera vez, hace lugar en la cama, apila las almohadas. Escucha a Rafael lidiar con las ollas y los platos en la cocina.
―An, yo también estoy cansado. No voy a hacer tuco. ¡Marchan mostacholes con manteca y queso!
Cenan con ganas, se relamen por el sabor del queso y la manteca, terminan casi al mismo tiempo. Antonia se levanta, lleva las bandejas con los platos sucios a la mesada. Se sirve un vaso de agua. Se acerca a la ventana y mira las macetas de la vecina. Luego regresa a la habitación y ve que Rafael se ha quedado dormido, sin trámite, desparramado en toda la cama, lo que más le gusta. Ella regresa al living, apaga las luces y, a oscuras, da vueltas por el departamento sin saber por qué. Tiene la sensación de que necesita una morada de humus, un lugar cálido para descansar. Se recuesta en la silla mecedora que está junto a la cama, las piernas apoyadas sobre el almohadón que cubre la banqueta. Floja, dilatada, se va alejando del día. De a ratos le brota alguna margarita de las manos, radículas tiernas se mezclan entre sus cabellos rojos. Rafael ronca, dueño de todo el colchón. A la madrugada, le nacen de las costillas dos varas largas con gladiolos rojos. La savia verde corre por las sábanas.
***
(*) María del Carmen Allegrone
Es profesora de ciencias de la educación, psicóloga social, actriz y escritora. "Nacimientos" se publica en #LaAquateca con su autorización.
🌼
Disfruté del jardín. Perfuma mi mañana al leerlo
ResponderEliminar¡Qué bueno, Luis! ¡Gracia por pasar, leer y comentar!
EliminarInquietante y bello
ResponderEliminarBello !!! me encanto como lo simple de un día cualquiera tiene en si mismo todo lo que significa existir...
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