Por Bruno Szister (*)
Cada tanto miraba el velocímetro y los espejos, para no dormirme. Nos lo habían advertido en la cabaña, en la oficina de turismo, y en la agencia donde habíamos alquilado el auto. La monotonía del paisaje y lo recto del camino podían hacer que uno se durmiera y se fuese hacia la banquina, por eso recomendaban ir con las ventanillas bajas, escuchar música. Hablar.
Prendí la radio. Fui pasando por las estaciones, y me detuve en la que pasaba el reporte del tiempo las veinticuatro horas. Una tormenta se acercaba a la ciudad, y se calculaba que llegaría por la mañana. No había probabilidad de granizo. Miré al cielo. Las estrellas cubrían todo el espacio. Ni una nube. Miles de estrellas, apretadas, titilando con mas o menos fuerza.
—Acá es otro cielo, ¿viste? —le pregunté.
Ella también miro hacia arriba.
—Es desierto. Técnicamente es desierto, por eso no hay luz de la ciudad ni tanto smog —dije.
—¿Vos pensás que se despertó? —me preguntó.
Giré la cabeza. Jessi dormía usando su campera como almohada, y tapada por una frazada.
—No. No escuchó nada.
Busqué otras radios. Se sintonizaban pocas, y dejé una chilena que pasaba música de los ochenta.
Una luz apareció en el espejo retrovisor. Parecía una moto. Se hacía cada vez más y más grande. Tiré el auto un poco a la derecha. Era un auto con una sola luz delantera funcionando. Cuando pasó a nuestro lado, vimos que dentro había otra luz, cálida y tenue, que caía del techo. Era una pareja de adolescentes. Ella sostenía un termo plateado, y él tomaba mate mientras ella le acomodaba el flequillo. Una cápsula hermética, devorando metros y metros de ruta. Nada podía tocarlos. Nos pasaron y se perdieron en la noche.
—¿Y el mate? —le pregunté.
—Lo guardé en el baúl, adentro del bolso.
—Uh.
—¿Cuánto faltará?
—Y... salimos de Rama Seca hace cuánto... ¿dos horas?
—Un poco más —dijo.
—¿Dos horas y media?
—Sí.
—Faltará una hora más o menos. Tenemos que buscar un cartel que nos diga cuántos kilómetros faltan hasta la ciudad —dije.
A lo lejos se dibujaba el contorno de las montañas, unos bloques negros sin los matices que aparecían durante el día.
Daniela me agarró la mano. Yo la llevé a mi boca y le di un beso en el dedo chiquito.
—Estoy contenta de haber venido. Te dije que era buena idea —me dijo.
—Sí. Lástima el perro.
—¿Habrá sobrevivido?
Suspiré.
—No creo. Le di de frente. Pero él se tiró encima, ¿vos lo viste? —dije.
—Sí. Apareció de la nada.
—Como un suicida —dije—.Yo bajé la velocidad... no podía frenar de golpe... nos matábamos...
En la radio una locutora anunciaba el clima en la Quinta Región.
—Escuchá esta canción —dije—. ¿La conocés?
—Me suena.
—Es de una película de los ochenta... de un pibe que aprovecha que los papás se van un fin de semana y hace una fiesta, y después se endeuda con unos mafiosos...
—No la vi —dijo.
—Es mala. La canción está buena.
Daniela giró y acomodó la frazada para que tapase a Jessi por completo. Ella se acomodó en el asiento, e hizo unos ruidos con la boca.
Tenía razón. Había sido buena idea venir los tres. Mis dudas eran no poder estar solos, o aburrirnos, o que ella esperase que yo cumpliera un rol que desconocía. Ahora la veía durmiendo, cansada por la excursión, y me llenaba de tranquilidad.
—¿Las llaves las tenés vos? —me preguntó Daniela.
—Sí. Las tengo en el pantalón.
Tenía una misión: cuidar que esa nena durmiera en paz esa noche, y todas las noches. Quizás por eso no detuve el auto después de que el perro se metió abajo, y después aceleré sin animarme a mirar hacia atrás. El auto, sin embargo, había dado un pequeño salto como si fuera un lomo de burro, o una bolsa de basura. Una rueda había patinado por un segundo.
Apareció la parte trasera de un camión frente a nosotros. Al lado de la patente y de un cartel que informaba el largo total del camión, un pedazo de plástico como si fuera un cable caía y tocaba la ruta. De la misma manera yo tocaba los dedos de Daniela. La caja del camión estaba cubierta por una lona verde, atada con soga. Debajo de esa lona me pareció ver ojos de vaca. Le hice luces. Después de unos segundos puso el guiño a la izquierda. Hice lo mismo y lo pasé rápido. Más adelante, más soledad. No se veía ningún cartel, ni mojones con el número de kilómetro. Sólo un pedazo de ruta con líneas blancas intermitentes.
—Voy a hacer algo —dije—. No te asustes.
—¿Qué? —me preguntó.
Agarré el volante con firmeza y apagué las luces. Desaparecieron las líneas blancas, ruta, y los pedazos de tierra a los costados. Todo era oscuridad, salvo por las estrellas como heridas frías, que no iluminaban nada. Se nos venían encima, nos aplastaban contra el suelo negro. El corazón se me había acelerado, y las piernas me temblaban.
Prendí las luces. Daniela me dio la mano. No la solté hasta que llegamos.
(Buenos Aires, 1975)
Narrador, psicólogo y fotógrafo.
Algunos de sus cuentos integran las antologías Catorce mentiras (Buenos Aires, Manuel Suarez editor, 2004) y 9 (Buenos Aires, Textos Intrusos, 2013). Su primer novela Yo quería ser astronauta (Editoral Conejos, 2011) fue incluida como bibliografía en la Cátedra de "Lecturas y Escrituras" de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.
Participó en la redacción de diversos guiones de televisión para "Canal á". Actualmente tiene una novela y un guión en curso.
Estudió Fotografía en la Asociación de Reporteros Gráficos de la República Argentina
(ARGRA) y en la Escuela Creativa "Andy Goldstein", y tiene trabajos publicados en distintos diarios nacionales e internacionales, así como en libros y suplementos literarios.
Forma parte Editorial Conejos.
"Un cielo estrellado" se publica en #LaAquateca con autorización del autor.
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