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Por Álvaro Ruiz de Mendarozqueta (*)
Iba por la tercera cerveza para adormecer la soledad cuando la mujer asomó en la otra punta del bar. Se acercó a la barra montada sobre unos tacos interminables con una rara mezcla de seducción y desenfado. Era una belleza como la de las revistas pero un talle más grande. Morocha de pelo corto, con unos ojos lánguidos de color agua profunda —que admiré más tarde—, llevaba un vaso en la mano que parecía estar allí de casualidad. Tenía puesto un vestido negro sin mangas, su espalda descubierta era una tentación. Todo su cuerpo, la parte visible, estaba tatuado, salvo desde la base del cuello hacia arriba. El tatuaje del cuello se diluía haciendo una suave transición entre los laberintos de los dibujos y la blancura de la cara perfecta.
Se sentó al medio de la barra. Sólo un hombre se le acercó y lo alejó con una mueca. A las mujeres muy atractivas —más que bellas, atractivas y ella ciertamente lo era— no son muchos los que se le atreven. Decidí acercarme por la razón más lejana que nos mueve hacia las mujeres: por un libro.
—Parecés la mujer ilustrada —le dije sentándome a su lado. Sonrió con toda la cara y el agua de sus ojos me inundó hasta las tripas. Supe que no había vuelta atrás.
No hablamos mucho sobre el libro. Hablamos de cosas vagas, simples, pero que calzaban una con la otra como en un tango. Nada se asomaba al tedio del lugar común. Libros, cuentos, viajes, nos acercaron mucho más que los taburetes del bar.
Cuando leí El hombre ilustrado de Bradbury, me fascinó ese hombre tatuado, casi imposible. Había imaginado aquel cuerpo con dibujos hasta el último rincón de piel. Luego, con el devenir de la moda, me cansé de ver personas con el cuerpo todo tatuado y la fascinación se diluyó.
Pero en ella el tatuaje era diferente. Los arabescos, los colores vívidos, incluso las pequeñas caras tatuadas, parecían tener vida. Fue esa visión la que me trajo de regreso al libro de Bradbury. Cuando apoyé mi mano izquierda sobre su derecha, un instante antes de salir, apenas un par de horas más tarde de haberme sentado a su lado, sentí que tenía en mis manos la sencilla edición del año 1969 de Minotauro, nueva, dispuesta a maravillarme como lo hizo a mis once años.
Caminamos por avenidas iluminadas, en la tibieza de aquella noche de verano. Por momentos estábamos solos o al menos eso recuerdo. Casi al amanecer llegamos a mi departamento. Ella hizo la pregunta obvia:
—¿Querés el libro?
No necesitamos respuesta. El vestido se deslizó con un suave roce descubriendo el prodigio que esperaba. Intrincadas líneas y colores que parecían no terminar nunca dibujaban un complejo escenario, como una historieta continua en todo su cuerpo. Me dejó admirar y hacer. Recorrí en detalle cada dibujo mientras ella susurraba historias que a veces reconocía como las del libro. Toqué los incontables dibujos con todo lo que podía, guiado por su relato.
Cuando ella estuvo sobre mí, me pidió que la iluminara con el velador. Recordé que al final del libro un dibujo se forma en dónde el hombre ilustrado aprieta el cuello de aquel que lo está mirando. El miedo fue fugaz ante el desorden que provocaba el gozo.
—¿Querés el libro? —jadeó ella en el instante final.
—¡Sí! —aullé.
Desperté con el sol entrando por las ventanas. Me costó recordar que estaba en mi departamento, sólo quedaban los dibujos en mi cabeza y el perfume dulzón de ella, mezclado con los olores de la noche. Apenas me incorporé lo supe: mis piernas estaban cubiertas por los mismos tatuajes que tenía ella. No sabía su nombre pero sabía que su piel blanca ahora estaría completa.
No me llevó mucho tiempo darme cuenta de lo que ella había sentido. Las historias me traspasaban, apenas podía pensar en otra cosa. Se escribían en mi mente en un continuo que ni el sueño acallaba. Cada tanto tenía la sensación de que los dibujos se movían. Intenté poner las historias en papel pero fue en vano, sonaban pueriles.
Sólo me quedó una opción: vestirme de negro con una camisa de mangas cortas, y visitar el bar, dispuesto a escribir el libro.
(*) Álvaro Ruiz de Mendarozqueta
(Santa Fe, 1957)
Publicó su primer cuento en la revista SuperHumor en el año 1981. Participó de la convocatoria de la revista El Péndulo que derivó en la creación, en el año 1982, del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía del cual fue socio fundador. Publicó relatos en las revistas SuperHumor, Sinergia, Clepsidra, Cuasar, Vórtice, Gurbo, Gestalt, Axxon y miNatura y artículos en Sinergia y en la revista Puro Cuento. El artículo "Acerca de escribir, desde adentro", publicado en la revista Sinergia #12, ganó el premio Más Allá en 1987, otorgado por el C.A.C.Y.F (Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía). Asimismo, publicó relatos en el diario El Litoral de Santa Fe y en las antologías Fase Uno, Fase Dos, Grageas 2, Todo el país en un libro, y en las antologías Microrelatos navideños y Fútbol en breve de Internacional Microcuentista. Actualmente, vive en Córdoba, y espera la salida de su libro de cuentos El arte de lo efímero, editado por Alción Editora.
"La mujer libro" se publica en #LaAquateca con autorización del autor.
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