Cuento | 9:53 a.m.


Por Severo Straffeza(*)

Unas cuadras antes de llegar al lugar de la explosión, el aire olía a una mezcla ácida de cables quemados, azufre y carne. Apenas llegamos con Fede, un policía con chaleco reflector nos detuvo.

—¡Hasta acá nomás! —gritó. 

Teníamos que dejar la ambulancia y correr más de media cuadra. Terminé de estacionar donde pude. Fede se desabrochó el cinturón de seguridad y terminó de ponerse la chaquetilla casi en un mismo movimiento. Miré el rosario colgado en el espejo retrovisor, se balanceaba de un lugar a otro.

Bajamos con los guantes y barbijos puestos. El jefe del operativo nos señaló el cuerpo que nos tocaba levantar, mientras intentaba organizar la escena; había que ayudar a las unidades de la morgue que no daban abasto. No tuvimos ni el tiempo ni los reflejos para quejarnos. Teníamos que despejar el área lo más rápido posible para que la gente de defensa civil, bomberos y policía, pudiera trabajar de manera más eficiente. Los gritos del jefe reverberaron mezclándose con las sirenas, radios de patrulleros y ambulancias. Había que llevar el cuerpo y volver por más. Yo estudié para salvar vidas, no para hacer de taxi de fiambres. Ojalá encontraran más gente con vida, pensé.

Mientras corríamos llevando la camilla, vimos a dos policías que se chocaron al intentar colocar la cinta para clausurar el área del desastre. Donde antes había un edificio, ahora se levantaba una columna de humo denso que ocultaba parcialmente los escombros. A las demás torres de la cuadra les habían estallado los vidrios, cientos de papeles estaban suspendidos en el aire y rollos de cajas registradoras colgaban de dos árboles retorcidos.

La poca gente que había quedado huía, vacilante, tropezando, cubierta de tierra, tratando de despejar en vano el humo y el polvo que ya se habían apoderado de toda la cuadra. Uno de los coordinadores del operativo que alumbraba los escombros con una linterna –a las casi diez de la mañana– se topó con ellos. Los guió a un lugar seguro.

Alcancé a ver el cuerpo que nos habían señalado desde lejos. Era una mujer. Yacía en una posición inconcebible, con una chalina ondeando en jirones. Al acercarnos vi su expresión desencajada. El poco pelo que le quedaba se movía, haciéndole una última caricia, un movimiento caprichoso. Debió haber sido hermosa. Hasta pude imaginármela antes de la explosión. A los demás cuerpos no. Había que tener mucha imaginación para unir todas esas partes. En el frenesí por despejar el área, vi a dos colegas del S.A.M.E. levantando tres piernas, una cabeza y un brazo.

El bolsillo de mi guardapolvo se rajó al intentar meter el estetoscopio. Para qué mierda lo traje, pensé. Pusimos la camilla al lado del cuerpo y desplegamos la funda negra. Nos agachamos al mismo tiempo. Yo, quizás albergando alguna esperanza de que aquello no estuviera pasando. Deseaba que la escena hubiera sido tan sólo un sueño premonitorio para que ella no caminara hacia su destino. En sus ojos abiertos, negros y aún cristalinos, creí ver las preguntas: ¿cómo vas a decirle a mi familia? ¿Te prepararon para esto en tu universidad? Hice arcadas. Alcancé a correrme el barbijo antes de vomitar.

—¡Código rojo! —gritaron unos policías. Al mismo tiempo, algunos bomberos se pararon en los escombros y pidieron silencio a los gritos, supuse que con la esperanza de escuchar señales de auxilio.

Pusimos el cuerpo de ella dentro de la funda negra, con cuidado, devolviéndole un poco de la dignidad que le habían arrancado. Rápidamente juntamos un movicom –idéntico al que teníamos en la ambulancia– un neceser y restos de lo que parecía ser una campera. Metimos todo dentro de la funda. Alcancé a escuchar, bien claro, el ruido agudo y desacompasado que hizo el cierre apenas Fede lo subió con esfuerzo.

—Que cierre del orto —dijo, se le había trabado antes de cerrarlo por completo. Tenía los labios pálidos. Corrimos de vuelta a la ambulancia sorteando cascotes, ramas y hierros. Fede tropezó pero no se detuvo. Llegamos. Guardamos la camilla y subimos. El rosario todavía se movía. 

Nos fuimos los tres. Esta vez Fede manejaba. Su mano temblorosa metió cambios cortos hasta llegar a cuarta. Apretó el acelerador a fondo y pasó a quinta. Íbamos al límite. La avenida Córdoba parecía apenas del ancho de un pasaje. De ahí en más, Fede moderaba la velocidad únicamente con el freno, apenas nos acercábamos a las bocacalles. En tan sólo un año, habíamos desarrollado mayor destreza conduciendo que como emergentólogos.

Fede encendió la sirena. Ya no sirve de nada, pensé. Esta vez el ulular me perturbaba. La radio también. De tanto en tanto giraba la cabeza para mirar la funda, que en cada curva se movía igual que esas bolsas de gel para las contracturas.

—¿Qué pasa? —preguntó Fede.

—Nada.

Continuamos en silencio. 

La voz de la radio se filtraba permanentemente, pidiendo más unidades para el lugar del siniestro. Sólo era interrumpida por la fritura en la transmisión. Los autos se abrían. Cada tanto nos deteníamos detrás de alguna fila y sólo se escuchaba la sirena y mis gritos pidiendo por el megáfono que nos dejaran pasar. Después, empezaba el concierto de bocinas de los autos señalándole al que tenían por delante la urgencia de la situación.

Seguimos. 

Lo único vívido fueron esos carteles de Chemea con sonrisitas de modelos raquíticos vendiendo ropa que ni ellos comprarían. ¿De qué carajo se ríen?, pensé. Mis ojos volvieron a los de ella. Imaginé lo feliz que debió haber sido junto a los suyos. Sus sueños volados en un instante. El momento en el que sentí su piel aún tibia cuando la guardamos dentro de la funda negra.

Fede clavó los frenos. Casi nos dimos contra un colectivo atestado de gente en la esquina de Scalabrini Ortiz. Con nuestra marcha kamikaze, estuvimos a punto de sumarnos a las estadísticas de muertos en accidentes de tránsito. Sin mirarme, desenroscó el rosario del espejo retrovisor, bajó la cabeza y levantó una mano en señal de disculpa. 

—Bajemos la velocidad —le pedí. Ni siquiera me miró. Apagó la sirena, aunque dejó encendidas las luces. 

Lo único que nos quedaba era seguir.

Sentí de nuevo unas puntadas en el estómago al girar para ver la funda negra. Alcancé a hacer una seña para que nos detuviéramos. Fede direccionó la ambulancia hacia un lugar despejado. Fue tarde, aunque alcancé a bajar la ventanilla hasta donde me permitió sacar la cabeza, antes de vomitar de nuevo. Parte del líquido quedó adherido al lateral de la ambulancia. 

Nos detuvimos. Abrí la puerta y salí haciendo arcadas. Terminé de escupir lo que me había quedado. Caminé unos pasos hasta el final de la ambulancia y apoyé las manos en los vidrios de atrás. Intentaba recuperar la calma, respirar. Mis jadeos se atenuaron con el paso de los segundos. Levanté la cabeza. Vi la funda negra nuevamente. Había quedado cruzada con relación a las puertas de la ambulancia. Sentí que Fede se acercaba.

El movicom sonó. Fede corrió pero no alcanzó a atender. Volvió conmigo.  

—Nos olvidamos de poner los topes —le dije.

—¿Ya te sentís bien? —preguntó. Dije que sí con la cabeza. Me pidió que me tranquilizara y subimos. 
Fede puso el guiño, sacó la cabeza y miró hacia atrás. Asomó la trompa de la ambulancia de forma tímida, antes de volver de lleno a la avenida. La radio seguía sonando. Una voz entrecortada e impersonal se coló por el intercomunicador: rogaba que si otras unidades estaban en las inmediaciones del lugar, acudieran urgente. Acababa de producirse un derrumbe en el lugar de la explosión y había quedado gente atrapada.

El sonido de una llamada se mezcló con la fritura de la radio. Di un salto que frenó el cinturón de seguridad. El movicom cayó entre mis pies y rodó bajo el asiento.

—La puta madre, loco —dijo Fede, apretando el volante.

—¡Pará un poco! —le dije, mientras me desabrochaba el cinturón. Tiré unos manotazos hasta lograr alcanzar el aparato. Me quedé mirando la pantalla.

—¡Atendé de una vez! —gritó Fede.

—No es el nuestro... 

Nos miramos. Giré hacia la funda negra. La radio de la ambulancia ya no era lo único que se escuchaba. 


Foto: Gonzalo Ruiz Parisi.
(*) Severo Straffeza

(La Rioja, 1974)

Narrador argentino. Es Licenciado en Publicidad, trabajó en agencias de Argentina y Chile. Ha obtenido premios en publicidad y literatura. En 2011 ganó la Beca del Fondo Nacional de las Artes, que le permitió continuar con su formación en narrativa, con el escritor Leopoldo Brizuela. Actualmente, trabaja en su primer libro de cuentos.

"9:53 a. m." se publica en #LaAquateca con autorización del autor.

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