Maestros hay muchos, buenos maestros pocos. Mi primera maestra, la que tuve en preparatorio (así se llamaba en mi época y en mi ciudad) no me quería. Lo sabía, con las tripas, aunque mi mamá se empeñara en decir lo contrario. Luego, de grande, me di cuenta de que tenía que ver con estar embarazada. Por alguna razón estar rodeada de niños de cuatro a cinco años no era una buena influencia para ella. Un día me descubrió cuchicheando con otras niñas cuando ella había pedido silencio. Me llamó, o mejor dicho: gritó mi nombre, y me hizo pasar al frente. Ahí, frente a toda la clase, con un pincel de los gordos me dio dos pescozones, uno en cada mano. Lo recuerdo con claridad. A partir de entonces la odié, en silencio. Pero aprendí algo: era mejor estarse callada cuando la maestra así lo pedía. El terror funciona bien en algunos casos.
Más tarde, descubrí que no todos los maestros era malos. Fue cuando conocí a la maestra Clara. Era una mujer grandota. A ella la quería porque nunca nos gritaba por más alborotados que estuviéramos. Y con ella también aprendí que no siempre hay que estar en silencio. Sin embargo, hay un maestro de esa época de quién guardo un recuerdo vago de su cara pero de quién guardé un consejo. No lo voy a olvidar porque nos los dio un día gris, cuando estábamos a punto de salir de clase, la última de mis días de primaria y la última que vería con él. Era el maestro de historia. Dijo: "Muchachos, nunca dejen de lado su imaginación". Ha sido uno de los mejores consejos que me dieron.
Pero hoy no quiero olvidarme de recordar a alguien muy especial: Alejandra Laurencich, mi maestra en narrativa. Sin ella nunca habría podido terminar de entender que a escribir se aprende leyendo y escribiendo, sin parar, con ganas, con perseverancia, día a día. Y el día que no se escribe se piensa, se observa, se escucha. Pero eso sí, todo eso con cariño, sin sentirlo un lastre sino con el gusto de poder trabajar con las palabras. Eso quería escribir hoy, antes de que terminara el día.
#HeDicho.
Más tarde, descubrí que no todos los maestros era malos. Fue cuando conocí a la maestra Clara. Era una mujer grandota. A ella la quería porque nunca nos gritaba por más alborotados que estuviéramos. Y con ella también aprendí que no siempre hay que estar en silencio. Sin embargo, hay un maestro de esa época de quién guardo un recuerdo vago de su cara pero de quién guardé un consejo. No lo voy a olvidar porque nos los dio un día gris, cuando estábamos a punto de salir de clase, la última de mis días de primaria y la última que vería con él. Era el maestro de historia. Dijo: "Muchachos, nunca dejen de lado su imaginación". Ha sido uno de los mejores consejos que me dieron.
Pero hoy no quiero olvidarme de recordar a alguien muy especial: Alejandra Laurencich, mi maestra en narrativa. Sin ella nunca habría podido terminar de entender que a escribir se aprende leyendo y escribiendo, sin parar, con ganas, con perseverancia, día a día. Y el día que no se escribe se piensa, se observa, se escucha. Pero eso sí, todo eso con cariño, sin sentirlo un lastre sino con el gusto de poder trabajar con las palabras. Eso quería escribir hoy, antes de que terminara el día.