Gabriel García Márquez, 1981 |
"Alguien se atrevió alguna vez a perturbar su soledad.—¿Cómo está, coronel? —le dijo al pasar.—Aquí —contestó él—. Esperando que pase mi entierro..."Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.
Falleció Gabriel García Márquez. Hoy, a sus 87 años. Qué triste. Se fue un gran maestro de la narrativa latinoamericana. Lo seguiremos leyendo.
Entre mis primeras lecturas conscientes están los libros de García Márquez. Relatos de naufrago, Ojos de perro azul, Cien años de soledad, entre algún otro. Relatos de un náufrago estuvo en mi casa desde que tengo memoria. Lo tenía mi papá en su mesita de noche. Lo recuerdo como un libro finito, medio insignificante, con un encanto particular. Cada vez que lo encontraba, volvía a hojearlo. Daban ganas de volver a leerlo. No lo hice. Sólo lo leí una vez. Ojos de perro azul lo leí varias veces. De forma caótica. Fue uno de los primeros libros de cuentos que me impresionaron. Me gustaba la originalidad de los temas. El delirio de lo que ocurría con sus personajes. Un poco de esa desmesura la reencontré en Cien años de soledad, otro libro de García Márquez que también leí varias veces.
Hoy, cuando me enteré de su muerte, recordé esos títulos. En especial, Cien años de soledad. Es de lejos uno de los libros que más me gustó de él. Me quedé con muchas imágenes de situaciones y personajes. La locura de la enfermedad del insomnio, por ejemplo. Escenas terribles y absurdas. Como esa, en donde una Rebeca delirante, sudando frío, se acerca a la hamaca de un José Arcadio medio animal, enorme:
Hoy, cuando me enteré de su muerte, recordé esos títulos. En especial, Cien años de soledad. Es de lejos uno de los libros que más me gustó de él. Me quedé con muchas imágenes de situaciones y personajes. La locura de la enfermedad del insomnio, por ejemplo. Escenas terribles y absurdas. Como esa, en donde una Rebeca delirante, sudando frío, se acerca a la hamaca de un José Arcadio medio animal, enorme:
"Sólo Rebeca sucumbió al primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi era un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía en toda la casa. Buscaba su proximidad con cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio la miró el cuerpo con una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita.» Rebeca perdió el dominio de sí misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otros días, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le formó un callo en el pulgar. Vomitó un líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra el delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con el regreso de José Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de retroceder. «Perdone —se excusó—. No sabía que estaba aquí.» Pero apagó la voz para no despertar a nadie. «Ven acá», dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay, hermanita: ay, hermanita.» Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la explosión de su sangre."Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.
¿Cómo olvidarse de esa escena? Imposible. Pero García Márquez también fue periodista. Estudió cine, escribió guiones. Ganó el Nobel de Literatura, y siempre recordó a los suyos. Según él nunca, en ninguna circunstancia, había olvidado que no era nadie más que uno de los 11 hijos de un telegrafista de Aracataca". Dio un discurso, el día que recibió el Premio. Lo cerró diciendo:
"Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra."
Tristeza da que ya no esté. Sin embargo, estará. Nos legó su obra. Adiós, maestro. Lo seguiremos leyendo.