Por Pablo Yoiris (*)
“Las fórmulas del mendigo suelen estar acreditadas de eficaces”
Camilo José Cela
En Retiro me quedo afuera de la estación para poder fumar. Hay que permanecer parado pero vale la pena, sólo es cuestión de enclavarse en un lugar y evitar que la marea demencial lo lleve a uno.
Un hombre se va acercando, harapiento y con la mano tendida. Aquí y allá detiene su marcha para dejar paso a las valijas con rueditas que apuntan a embestirlo como trenes de juguete. Se aproxima. Una mano con la palma hacia arriba y la otra sosteniendo una credencial plastificada. No alcanzo a oír todavía su consigna pero puedo ver los gestos negativos que suscita en mis compañeros de la fila humeante. Miro hacia los imponentes edificios de oficinas que tengo enfrente. Si uno pudiera elevarse un poco y volar en hacia ellos, descubriría que es inevitable cruzar antes por un valle urbano embutido por la miseria más purulenta de Buenos Aires. Una zanja repleta de cartones, chapas y gente durando. Los edificios están lejos, es cierto, aunque no lo suficiente si llegara a estrellarse algo contra sus estructuras, el gran puño de Dios, lo que sea. Bajo la vista. Ya tengo al hombre frente a mí.
—Soy deficiente mental, señor. ¿Puede colaborar con algo?
Me muestra la tarjeta. Sólo alcanzo a ver una importante cantidad de sellos. Parecen ser suficientes, a contrapelo de la dicción del hombre, que es perfecta. Busco en el bolsillo y le doy unas monedas. Me agradece. Se va.
La mía fue una determinación involuntaria. No suelo dar limosnas, más bien se trató de una acción refleja en la cual el avistaje de aquellos edificios, de mal agüero, tuvieron algo que ver. Como una maldición. Aquella torre. La torre tubular.
A mi derecha hay una fila de cabezas inclinadas que acaban de observar el acto de caridad y comienzan a recubrir mi costado de pequeñas placas de bronce, son como tejas chatitas y romboidales que levitan desde sus escalas de valores hasta mi cuerpo antiheroico. Una parte de mí se va convirtiendo en algo parecido a una estatua. Hacia la izquierda la cosa va mal. La fila que se extiende de ese lado hizo caso omiso al pedido del hombre, presa tal vez del resentimiento que genera ser puesto en evidencia por alguien que seguro se cree la gran cosa. Entonces, mi otra mitad, la que hasta entonces permanecía humana, queda recubierta por un entramado de abyecciones. Vuelan colillas, jeringas de Retiro, chicles gastados, cáscaras de papa.
Soy un cyborg. Un cyborg moral.
Llega la hora de fumar el segundo cigarrillo y meterse adentro de la estación para seguir esperando con más comodidad. Está haciendo frío. Voy a moverme pero se acerca otro hombre desde el mismo lado.
El formato mendicante es copia fiel del anterior: mano a la espera de convertirse en puño agradecido y la tarjeta blanca con los sellos reglamentarios de los que nadie se tomaría la molestia de dudar. Se acerca. No miro para ver si me miran, no quiero saber. Voy a elevar la vista una vez más, hasta los rascacielos todavía en pie, pero me lo impide el ardor furioso del bronce despegándose de mi piel. Los de la derecha extirpan el metal que me habían ofrendado porque decidieron entregárselo al mendigo en la mano. Están dando. Extienden el brazo con un dejo de realeza y le ponen monedas. Me enfurece propiciar de ejemplo y menos de algo que va en contra de mis ideas. Me duele. El hombre se detiene frente a mi ceño fruncido.
—¿Alguna ayuda? Soy deficiente mental.
—Acabo de colaborar con otro deficiente mental, hombre.
Se rasca la barba, achica los ojos y sigue con lo suyo. Mis camaradas de la izquierda ya están preparados, sacan sus monedas y le van dando.
La parte que me recubría de bronce, y la otra, la que había sido amiantada de injurias, vuelven entonces a la normalidad. Ahora bien, a izquierda y derecha —en algún momento que me tomó distraído con mis pensamientos— las personas se treparon a unos pedestales de mármol verduzco. Me miran desde arriba. Vale decir, todo sigue igual. ¿Qué es la miseria unos centímetros más alta? Nada. Seguimos subiendo todos, no paramos de subir.
Elijo finalmente la tercera de las opciones que se me presentan. Fijo la mirada hacia adelante y trato de imaginar cómo se verían esas torres cayendo a pique sobre la vergonzosa Buenos Aires.
(*) Pablo Yoiris
(Escritor argentino, 1972)
Ha participado en distintos concursos, y recibió, entre otros, el primer premio del Concurso de Novela Breve organizado por el Fondo Editorial Neuquino con Los buscamuertes, y el tercer premio del Concurso Nacional de Escritores organizado por la A.D.E.A. Uno de sus cuentos, “Lamm”, ha sido finalista en el 2012 del concurso de cuentos de la Editorial Planeta y publicado por Booket junto a los demás finalistas. En la actualidad, se encuentra terminando el Profesorado de Letras en la Universidad Nacional del Comahue y ejerciendo la docencia en el área de Lengua y Literatura en la Unidad de Detención Federal 9.
"Las fórmulas del mendigo" se publica en La aquateca con autorización del autor.