Cuento | Oros maduros


[Ilustración: Emiliano Rodríguez Egaña]
Por: Mónica Ernestina González (*)

Usted se preguntará porqué un empleado bancario se gana hoy la vida como fotógrafo en New Orleans, tan lejos de su pueblo. Es una historia simple y empieza cuando crucé con ella una mirada a través de la avenida, o quizá mucho antes, ¿cómo asegurarlo en esta ciudad tan llena de presencias?

Había viajado dos días desde Oregon y llegué en pleno desfile. Descubrí su vestido amarillo desde la vereda de enfrente y luego la perdí de vista. Crucé pero ella se había mezclado entre la gente. Desesperado fui y vine hasta que ya no quedaba nadie. Recién llegado a la ciudad tenía aún la valija en la mano. Comencé a caminar hacia el centro, en busca de alojamiento, me sentía desolado.

Me pareció verla entrar a un edificio. Era un hotel antiguo. Corrí y la vi subir por el ascensor. Parecía volar en esa caja de hierro forjado. Me sonrió como cuando nos separaba la avenida. El vestido amarillo que llevaba era corte imperio. Los pequeños pechos estaban ocultos entre encajes y cintas. Jugueteaba con una sombrilla. Me fascinaron, sus hombros, eran dorados, de un oro viejo y amarronado. En la línea de fuego de su clavícula hubiese arriesgado la vida. 

Mientras me registraba, le pregunté al conserje si aquella mujer era huésped del hotel, y señalé el ascensor. Pero hasta que logré que él mirara, el ascensor ya regresaba vacío. El viaje desde mi ciudad había sido agotador. Al entrar en mi cuarto, sin desarmar la valija, me tumbé en la cama y traté de dormir.

Me despertó el botones. Traía una invitación. En el restaurante del hotel, esa noche se ofrecía un espectáculo, “The Lady sings blue”, en la tarjeta aparecía la foto de la mujer del vestido amarillo. El show era a las nueve. Tomé una ducha y bajé.

Mi mesa estaba junto al piano. Cuando terminó de servirse la cena, las luces bajaron y ella cantó “Strange fruit” con voz desgarrada. La fuerza de su música invadió la noche:

Los árboles del Sur tienen frutos extraños.
Sangre en las hojas y sangre en las raíces.
Cuerpos negros balanceándose con la brisa del sur.
Extraños frutos colgando de los álamos.
Una escena pastoril del Sur galante,
los ojos fuera de sus cuencas y la boca torcida,
aroma de las magnolias, dulce y fresco,
y entonces, el repentino olor a carne quemada.

¿Cuánto había vivido esa mujer para poder plasmar con ternura todo ese dolor? Volví a mi cuarto pero al entrar algo impidió que prendiera la luz. En la penumbra adiviné que eran sus manos diminutas, del color y el olor de las almendras, las que cerraban la puerta.

Desperté a la media mañana. Sólo un rayo de sol acompañaba mi cabeza sobre la almohada. Olí entre las sábanas su perfume de almendras y bajé a desayunar. Le pregunté al mozo por la cantante de la noche anterior. Me miró con sorpresa. Anoche no hubo show contestó sonriendo como si compartiéramos el secreto de una noche de excesos. 

Descubrí sobre la pared del lobby una serie de daguerrotipos. Entre ellos alguien que hubiera jurado era la mujer del vestido amarillo. Abajo decía, Zarité Brown (1788-1830). Recordé entonces que el nombre del hotel era el Zarité Palace. Las imágenes mostraban cómo había sido incendiado y reconstruido en cuatro veces.

Confundido salí a caminar por la ciudad. Entré en una disquería. Las paredes estaban empapeladas con láminas de bandas de jazz. Me acerqué al mostrador y le pregunté al empleado si tenía alguna versión grabada por una mujer de “Strange fruit”. ¡La mejor!, dijo, curiosamente ayer se cumplió un año de su muerte. El simple era de Billie Holiday. En la contratapa, se leía: 

“Impresionado al ver una fotografía donde una multitud de hombres, mujeres y niños blancos posaban sonrientes alrededor de dos cadáveres colgados de un álamo, un profesor judío de Nueva York escribió, a finales de los años treinta el poema ‘Bitter Fruit’. El aliento de sus amigos del Partido Comunista, hizo que le pusiera música. Así  nació la canción ‘Strange Fruit’”

Compré el simple y salí a caminar. Al principio caminé solo. A los pocos minutos la sentí en el aire. Me contó. De su niñez en la aldea. De la captura de toda su familia en Nueva Guinea. Del interminable viaje cruzando el océano. De su subasta en Haití. De la vida en las plantaciones de algodón. De la enloquecida pasión que despertó en aquel hacendado sureño. Del hotel que gracias a la herencia que aquel blanco le legó lleva su nombre. Del incendio que le quitó la vida. También me contó de su volver en otras vidas, en otras mujeres. De su renacimiento en Filadelfia. De la desesperante pobreza. Del profundo dolor de su canto. De la fuerza salvadora de la música. De los arrabales de Nueva York. De la heroína que la adormecía y del deterioro en que la sumió. De la adicción que la aniquiló. Del valor que debió reunir para cantar ‘Frutos Extraños’ ante los blancos. 

Cada año, al llegar Mardi Gras, iniciamos el juego ritual. Debo encontrarla entre la multitud. Nos miramos a los ojos, impacientes por la interrupción que produce el paso del desfile. Ella me sonríe y entonces, yo la fotografío, junto a parejas de recién casados, o de viajantes de comercio que la confunden con una modelo. Y posan, sonrientes bajo su sombrilla dorada.

Algunas veces, debo contarles toda nuestra historia, como lo estoy haciendo con usted, para que comprendan por qué cuando revelamos las fotos, ni ella ni su sombrilla aparecen.

Hoy es uno de esos días en que el Mississippi sopla suave, y ella me está esperando para dejarnos empujar como a bollos de papel por el Louis Armstrong Park. Voy a caminar de su mano, que tiene un color de dorados viejos, de oro maduro.

(*) Se publica en la aquateca con permiso de la autora.