Cuento | Intemperie, nada extraordinario por otra parte

[Ilustración de Emiliano Rodríguez Egaña]
Por: Wenceslao Bottaro (*)

No le creí, y mucho menos que cabía en mi mano. Pero cuando uno se acostumbra a tener conciencia de dónde se encuentra, realmente no le importa nada más. Es decir, no es que no me importe nada, porque a veces los prejuicios no se esfuman del todo como sí ocurre con los contornos de este lugar. Nunca pude ver los contornos aquí. Y una y otra vez que vengo me digo que no debo olvidarme de mirar, pero al final nunca lo hago y termino encontrándome, por ejemplo, en este túnel de luz. Sé que estoy acá y aunque muera ahora mismo —ya me pasó más de una vez morir aquí— voy a volver lo quiera o no. Mejor que quiera, porque volver sin desearlo puede llegar a volverlo loco a uno. También sé que estoy acá y que estoy allá también. Allá es más fácil de entender porque allá estamos todos. Acá también y, sin embargo, nunca nos encontramos. Algunos dicen que sí, cosa que a mí no me pasó nunca. Los veo, eso sí, pero nada más. Como decía, estoy acá; no obstante los ruidos son de allá. 

Iba a explicar eso de morir y retornar pero hay unos libros que todos conocen y que lo explican y a todos les encanta esa explicación, así que no voy a hablar de eso. En cambio voy a hablar de la luz, de esta luz por la que caminamos. Él y yo. Yo soy yo y él ahora es un amigo de la infancia que tiene algo de perro. Ya no me sorprende nada, por eso fui y conseguí 754 kilos de naranjas cuando me los pidió. Acá todo se consigue y sin siquiera preguntar. Si a uno le piden tres atunes vivos en cajas de arena, por decir algo, lo que hay que hacer es olvidarse del asunto, porque cuando menos se los espera allí aparecen los condenados atunes —o los poemas— y entonces ya puede uno decir ¡córranse! y saltar desde el trampolín. Tal cual lo digo, tal cual es.  

Así que de esta manera aparecieron las naranjas. Se las di y levantó una tapa oculta por el césped de la que salió un exprimidor y comenzó a exprimirlas. Una a una. No tardó nada o, mejor dicho, tardó lo que se tarda en exprimir 754 kilos de naranjas, pero acá, donde uno muere y vuelve, va y viene, el tiempo es como el aire. Cuando la última gota de jugo cayó, el suelo tembló y se abrió. La fisura era azúcar o sal. En fin, digamos que era un desierto de polvo; uno no se pone a descubrir sabores cuando le dicen que lo que busca cabe en la mano. De la fisura emergió una linterna grande como un cohete y se encendió arrojando un haz de luz que alumbra el túnel por el que ahora vamos caminando. El cohete se esfuma adelante rumbo a vaya uno a saberlo. Raras veces uno se da cuenta si está haciendo frío o calor y, si llueve, nos mojamos solo si tenemos sed. Entonces abrimos la boca para beber. Acá uno no se preocupa por cómo va vestido. No hay casinos ni grandes puentes a menos que los haya. Esto también está en los libros de más arriba pero no esos ruidos que se escuchan cada vez más cerca. 

Es por eso, entre otras razones, por las que vamos corriendo por el túnel haz de luz, para no llegar tarde a mí mismo. En estos casos uno debe encontrarse, literalmente, a sí mismo, y no lo digo porque lo haya leído en uno de esos libros. Oh, no, sino porque… ahora mi amigo perro de la infancia tiene un traje aunque corre en cuatro patas y me dice algo de un tatuaje y dobla a toda velocidad y yo lo sigo. Ni siquiera corro por mí. Ni siquiera hablo, pero hay una voz que me dice que mire adelante que ya viene el trampolín. Sin mirar, los dos saltamos al agua tan dura de tan quieta. El perro me dice que mire bien y tiene razón mi amigo porque caímos sobre un enorme rodillo de vidrio por el que vamos corriendo hacia atrás en precario equilibrio. Y ahora lo hacemos hacia delante por el viento que sopla y no es de día ni de noche, no está la linterna y el suelo vibra como la sal. Caemos sin estruendo. 

Los autos se oyen nítidos y el sol brilla en el frasco que tengo en la mano. Lo inunda de tibieza todo el tamaño de mi mano. Tenía razón. A mi lado hay un perro que me recita un poema: 

“¿Se te ha ocurrido pensar que puede haber alguien que quiera que no sueñes
y que eso ya no le interesa?
¿Es diferente a un nacimiento?
Lo supe cuándo conocí a T, pero ella no lo sabía
y ahora ya no volverá
Y ahora nace un sueño como una remera que se vuela
¿Razona la tela, acaso? ¿El algodón, quizás?
El poder de la remera es para ojos extraordinarios
El poder es la remera cuando comienza a agitar los sueños
el dolor, una aventura, experiencias inesperadas
Así, inesperando un sueño, te ponés la remera y despertás en la calle 
clavando la mirada en la gente
como quien pierde el tiempo por los ojos”

Luego me lame el rostro. Nos miramos por un rato hasta que sé quién soy. Me arrastro hasta la sombra, me apoyo contra la pared. Agarro la caja de vino y echo un poco en el frasco. Bebo. Pasan autos. La ciudad. Me lame. Son raros los sueños a la intemperie. Nada extraordinario por otra parte.


(*) Wenceslao Bottaro: "Periodista, escribidor, fotografiador, viajador. Freelance". En su blog blucansendel, escribe sobre "viajes y otros desplazamientos".

Se publica en la aquateca con permiso del autor.