Por Wenceslao Bottaro (*)
Esta historia ocurrió en Cachi, durante uno de mis viajes a Salta para recorrer los Valles Calchaquíes. Llegué al pueblo al atardecer, desde el sur, por la serpenteante Ruta 40 y, luego de instalarme en el hotel, busqué un lugar para comer.
No había un alma en las calles oscuras y polvorientas a eso de la una de madrugada cuando salí de un bolichón, ya con la panza llena, pero como la noche estaba agradable decidí caminar un rato antes de irme a dormir. Ya iba camino al hotel cuando un ruido llamó mi atención. A unos veinte metros de donde me encontraba vi una franja de luz extenderse sobre la vereda y a un hombre salir de una casa, dar dos pasos tambaleantes y caer suelo. Al acercarme me di cuenta de que estaba completamente borracho. Instintivamente llamé a la puerta y una mujer asomó la cabeza: no vendemos más alcohol, dijo. No tenía intenciones de beber, pero me escuché diciendo que sólo quería un trago y que luego me marcharía. La puerta se cerró y escuché el ruido de un pasador.
No era lo que se dice un bar. Era una casa, más bien el living o la sala de estar de la casa, un ambiente pintado de celeste y despojado de todo mueble con la excepción de cuatro mesas de madera. En la única que estaba ocupada había tres hombres, una mujer y varias cajas de vino. Además había otra persona, un hombre joven absolutamente ebrio. Se encontraba de pie, con la frente apoyada contra la pared, murmurando algo incomprensible. La mujer que me abrió la puerta apareció de pronto de atrás de una cortina y puso una caja de vino y un sifón en una de las mesas desocupadas. Me senté y llené el vaso. De vez en cuando, los de la otra mesa, levantaban sus vasos y me invitaban a brindar a la distancia. Yo correspondía con el brindis pero mi atención estaba con el otro, que ahora deambulaba por el lugar tropezando con las mesas y dirigiéndole palabras a un interlocutor imaginario hasta que me vio. Con un gesto le señalé la silla y vino a sentarse. Del bolsillo de su raída campera sacó un vaso de plástico que llené hasta el borde. Se lo bebió de un trago y volví a llenárselo. Entre brindis y brindis –porque con cada vaso que le servía tenía que brindar- lo que en principio iba a ser un trago se convirtió en varias cajas de vino. Yo solo pensaba en la resaca de la mañana siguiente y en el trayecto que debía recorrer hasta la ciudad de Salta. Pude saber que mi compañero de tragos era camionero. Transportaba ladrillos y chapas por la región y por eso le pagaban mensualmente lo que a mi me había costado el pasaje del avión. Eso fue una de las pocas cosas que pude entender porque, además de que la voz le salía espesa y masticada, de vez en cuando dejaba caer la cabeza sobre la mesa y ahí se quedaba por largos minutos. En esos intervalos etílicos yo aprovechaba para tomar notas en mi libreta y brindar con los de la otra mesa. De pronto, en un momento de nuestra charla de borrachos y sin que viniera a tema, le pregunté que era lo más maravilloso que le había pasado en la vida. ¿Lo más maravilloso que me pasó en la vida?- repitió mi compañero, y dejó caer nuevamente la cabeza sobre la mesa. Pasaron varios minutos. Al rato, cuando emergió de la siesta alcohólica, me contó la siguiente historia: una vez había tenido que ir a un paraje perdido del oeste salteño —uno de esos a los que cada cuatro años los gobernantes incluyen en sus agendas— donde no había más que una pequeña escuela y los maestros, que eran una pareja. Él les iba a llevar ladrillos, chapas, arena, cables, combustible para el generador, útiles escolares, medicamentos, frazadas, alimentos. A esa escuelita concurrían, a veces, un puñado de niños de la zona. La mayoría de ellos tenían que hacer todos los días un recorrido de tres o cuatro horas a caballo para llegar; otros, que venían de más lejos, se quedaban toda la semana y se iban a sus casas los viernes. Cuando él llegó, dijo, fue como si hubiera llegado Papá Noel. Los niños lo recibieron con abrazos y canciones y los maestros con un gran asado —que ellos casi nunca comían— y una damajuana de vino. A esto último lo enfatizó como un detalle de lujo. En fin, la cuestión es que terminó completamente ebrio. Pero a la mañana siguiente, cuando despertó, se llevó una gran sorpresa: vio a su camión reluciente. No pudo contener la emoción y lloró. Los niños lo habían lavado por haberles llevado las cosas que ellos tanto necesitaban. Un gesto de agradecimiento y humanidad que nunca nadie había tenido para con él. Antes de partir, los maestros le entregaron un paquete con las sobras del asado parta que tuviera qué comer durante el camino de regreso. Me miró a los ojos.
Eso —dijo— es lo más maravilloso que me pasó en la vida —y su cabeza cayó otra vez sobre la mesa.
(*) Wenceslao Bottaro
(San Antonio de Areco, 1974)
"Periodisto, escribidor, fotografiador, viajador". Freelance. En su blog blucansendel, escribe sobre "viajes y otros desplazamientos".
Se publica en la aquateca con permiso del autor.