Elisa tiene, en la cima de un callejón hasta el ojo de escaleras, ranchos y retorcimientos, su habitación –garita inalcanzable, donde se instala en plan de solitaria espectadora de locuras y avatares nocturnos. El arribo de la oscuridad le depara (le ha deparado desde la niñez) escenas teñidas de un gris extraño, principios y desenlaces de historias instantáneas, sangre y carajazo.
Puño, bofetón y palo
la mayoría de las veces; melodías de amor profano
Analiza el corazón, y date cuenta
que el amor sin verdad
se alimenta con maldad
de cuando en cuando. Porque este lugar, bautizado Camboya en el nombre del ladre, del tiro y del espíritu landro, alcanza para todo acto humano, y desde la ventana de esta jeva que te cuento, la Elisa, no existen espacios secretos.
No es extraño entonces que sepa quién ajustició a Sócrates (maldito pajúo, delator confeso) para luego prenderle fuego al cuerpo inerte en plena escalera (acontecimiento que los periodistas torcieron, retorcieron, voltearon y reinventaron; Fabricio, el autor de la quema de Judas, se revuelca con la hermana de éste mientras Manuel, un pendejo que no sabe ni bola del asunto, paga cárcel en Los Flores por el crimen); es lógico que haya sido testigo del momento en que dos bichos violentaron la frágil parsimonia de Leonor (primera vez que la muchacha regresa al rancho con el aliento a madrugada y vienen esos dos a); es creíble que haya visto al Niño Tomás caer muerto de dos disparos a manos de Fabricio; es caso tolerable que sepa por qué al tipo más buena gente de por estas latitudes, José Gregorio el de Chejendé, los llaman Caramiá.
Todas las palpitaciones del escenario, diluído en estertores de bombillos decrépitos, le han ido dejando una impronta lacustre en las cavernas de los ojos; la desgarra un escalofrío —chispazo profundo y apetito de mujer— cada vez que se reeditan las veloces cópulas en medio del glacial desamparo de los recodos.
Esta noche, Extranjero, Elisa ha olvidado apagar la luz.
En cualquier momento, de ninguna parte aparece Fabricio. Sube a guardar los gramos que sobran de la jornada: el jibareo es fuerte, los billetes llaman —la mala maña—, el negocio alucina y enriquece. De pronto lo inquieta un fulgor, detalle inusual allí arriba en aquella ventana: frente a la potencia de la luz se descubre —nítida esfinge imprevista— la silueta de Elisa. El hombre esconde los pitillos en una suerte de hábil pero injustificada prestidigitación.
—Cuidado se abre esa boca, muchacha.
La frase suena a desvarío: Elisa apaga la luz con una parsimonia desprovista de interés, y aventura una respuesta igualmente desenfadada.
—Cuánta gente no te habrá visto en ese plan, marico.
Un disparo levanta trozos de madera, cemento y zinc dentro del cuarto. Elisa observa, desde el rincón al que ha saltado para protegerse, una raya luminosa que nace en la parte baja de la pared, atraviesa una silla, alcanza el techo y se pierde en el cielo bullente. Y escucha la voz de Fabricio, justo debajo de la ventana:
—Repito: cuidado con esa boca, puta.
Y aquel callejón, Extranjero, se llena de silencios.
(*) "Noche de línea de luz" forma parte del libro de cuentos Salsa y Control de José Roberto Duque. La edición es de La barbarie buhonera, 2011.