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«Hubo una época de mi vida en la que volvía siempre al mismo sueño. Recuerdo que Howlin me contó sobre su capacidad para entrar en una ciudad que sólo existía en sus noches. Una vez me dijo que estaba pavimentada de estaño; otra, que la flanqueaban torres de aluminio y la sobrevolaban cometas. Howlin iba a este lugar que no reconocía en la vigilia y volvía a él como si la voluntad fuese suficiente. Le aseguré sobre el carácter de recuerdo de aquellas arquitecturas, fruto de sus constantes viajes, pero Howlin me dijo que no, que era su “voluntad poderosa” la que le permitía aquella aventura íntima. Me dijo, como en una nostalgia, que la ciudad de sus sueños no era como Monschau, Ravello o Portree. Que era más pintoresca, me dijo, y que mientras la andaba, era feliz. El lugar al que yo volvía, por el contrario, era un sitio más modesto. En mi sueño la ciudad era un barrio, y ese barrio era el Wilde de mi infancia. En esas noches mías caminaba y tocaba los timbres de las puertas de los vecinos, y a mí no me agradaban las caras que ponían al verme. Era comprensible la actitud, porque yo en aquel entonces era un chico de nueve años que cargaba con un ataúd, como si fuese un portafolios, y en ese ataúd-portafolios, estaba su (mi) padre muerto.»
Así comienza "El chico del ataúd" (*), onírico cuento del escritor argentino Gustavo Di Pace que tuve el gustazo de leer en la web de la revista digital Evaristo Cultural. Te invito a terminar de leerlo desde ahí haciendo clic en este enlace.
(*) "El chico del ataúd" forma parte del volumen homónimo publicado recientemente por Alción Editora. Encontrarás más información en la fanpage del libro haciendo clic acá.
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